miércoles, 26 de agosto de 2009

A VECES EL LEÓN SÍ ES COMO LO PINTAN



Cuentan que una viuda pobre, que tenía un hijo de ocho años, le debía dinero a un avaro prestamista que llegaba cada semana a cobrarle. A la desdichada mujer se le hacía cada vez más difícil pagar aquella cuenta.
Un día el prestamista entró en la casa, tomó por el cabello a la pobre mujer y la emprendió a golpes con ella mientras el asustado muchachito temblaba de miedo en un rincón de la sala mirando impotente la escena.
Pasaron los años, y aquel muchacho los aprovechó cultivando el talento que Dios le había dado. Estudió dibujo y pintura, y llegó a ser un pintor de reconocida fama en la ciudad.
Un día el joven, recordando aquella ominosa escena de su infancia, describió en un lienzo al usurero que golpeaba a su mamá. La escena era real, vívida, inconfundible; los personajes fueron dibujados con mano maestra. A ese cuadro, sin duda una de sus mejores obras debido a que la llevaba en el alma antes de plasmarla en el lienzo, le puso un precio mucho más alto que a los demás cuadros. ¿Acaso no representaba lo mucho que criarlo a él le había costado a su mamá?
¡Cuál no sería el asombro del prestamista al pasar frente a la galería en que se exhibían aquellas obras de arte y verse fielmente retratado en aquella repugnante conducta! Avergonzado, le dijo a uno de sus empleados que fuera a comprar el costoso cuadro. En cuanto lo tuvo en las manos, lo hizo pedazos y lo lanzó a las llamas, tratando de destruir así ese clamor de su conciencia.
El joven pintor, al enterarse de lo ocurrido, le llevó el dinero a su mamá y le dijo: «¡Aquel malvado compró su propia imagen para destruirla, pero jamás podrá deshacer la que yo llevo grabada en los ojos desde niño!»
En la actualidad hay muchos que tratan su pecado del mismo modo en que aquel prestamista trató el suyo. Maltratan a Dios de palabra y con su conducta, y luego tratan de comprarlo con sus buenas obras y sus limosnas. Algunos de los que tienen con qué hacerlo hasta dan grandes sumas de dinero a la Iglesia a fin de acallar la voz de su conciencia, como si esa fuera la moneda con que se salda la cuenta del pecado. ¿Acaso no comprenden que la única moneda que puede saldar esa cuenta es la sangre de Jesucristo, el Hijo de Dios, que dio su vida por nosotros?
Cristo pagó el alto precio de nuestra redención para que nosotros no tuviéramos que pagarlo. De ahí que el único modo de deshacernos de nuestros pecados es confesándoselos directamente a Dios y pidiéndole perdón. Basta con que hagamos eso para que Él nos perdone y borre todos los pecados que aparecen en el lienzo que representa nuestra vida pasada.

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